LIMA (AP) — Sadith Silvano canta mientras pinta. Brocha en mano, los ojos sobre la tela, la artesana de 36 años deja que la música inspire sus trazos.
“Estas piezas son sagradas”, dice la indígena shipibo-konibo desde su taller en Lima, donde vive desde que dejó su comunidad amazónica hace un par de décadas.
“Al pintar escuchamos las inspiraciones que nos vienen a través de los cantos ancestrales y nos permiten conectar con la naturaleza, con los abuelos, con su energía”.
Según cifras oficiales, unos 33.000 indígenas shipibo-konibo habitan el Perú. Originalmente asentados en los alrededores del río Uyacali, muchos se reubicaron en áreas urbanas como Cantagallo, donde vive Sadith.
Algunos dejaron sus territorios para buscar una mejor educación y empleo. Otros para huir de la violencia derivada de la insurgencia de Sendero Luminoso en los años 90. Muchos, sin embargo, mantienen sus conocimientos ancestrales presentes en su vida. A través de las técnicas que usan para confeccionar sus artesanías, sus prácticas de medicina tradicional y las enseñanzas que las madres legan a sus hijas, la Amazonía les guía.
Sadith produce sus textiles en Lima, pero tanto sus materiales como su inspiración provienen de su territorio originario.
Pintados a mano sobre una tela de algodón que puede emplearse como objetos decorativos o prendas de ropa, se les conoce como “kené” y fueron declarados Patrimonio Cultural de la Nación por el gobierno peruano en 2008.
Las artesanas como Sadith cuentan que cada kené requiere hasta mes y medio de trabajo y no hay uno igual a otro. Aunque muestran similitudes entre sí, cada patrón contiene elementos distintivos de la comunidad que le dio origen.
“Cada diseño cuenta una historia”, dice Sadith, quien viste ropa tradicional shipibo y sobre la cabeza lleva una pieza de bisutería. “Es la forma en la que la mujer shipiba se caracteriza y es especial”.
Su arte se transmite de una generación a otra. Esa sabiduría nace en la naturaleza —en sus patrones, animales y cosmovisión— y el conocimiento que los viejos legan a los jóvenes genera lazos con su territorio.
Paoyhan, donde Sadith nació, está a un vuelo y un viaje en bote de 12 horas desde Lima.
Los indígenas de su pueblo difícilmente hablan una lengua que no sea shipibo. Las puertas y ventanas de las humildes casas no tienen cerraduras y la comunidad se alimenta de la Madre Tierra.
Adela Sampayo, una curandera de 48 años que nació en Masisea –no muy lejos de Paoyhan y que se mudó a Cantagallo en el año 2000– dice que todos sus conocimientos vienen de su hogar.
“Desde muy pequeña mi mamá me daba medicina tradicional”, narra la mujer, sentada en flor de loto dentro su casa, donde ofrece ayahuasca y otros remedios a quienes la buscan con dolencias del alma o del cuerpo.
“Me daba las plantas para tener fuerza, para que no me enferme, para tener más valor”, añade. “Y ahí nace la energía de la planta en mi cuerpo”.
Como Sadith, ella también expresa su cosmovisión en sus textiles. Aunque lo suyo no es la pintura, sino el bordado, cada hilo cuenta una historia de la Amazonía.
“Cada planta tiene espíritu”, dice señalando hojas verdes hilvanadas en la tela. “Las plantas medicinales son de Dios”.
Los elementos naturales que Sadith plasma en sus textiles también poseen significado. Una de sus plantas representa el amor puro. Otra, al hombre sabio. Una más, una serpiente.
“La anaconda es especial para nosotros”, asegura. “Es como nuestro Dios que cuida, que nos da el alimento, que nos da el agua”.
En su cultura milenaria, explica, su gente creía que el Sol era su padre y las anacondas eran sus guardianes. Con la colonización, llegó otra religión —el Catolicismo— y así sus creencias originarias se diluyeron.
“Ahora tenemos diferentes religiones —católica, evangélica—, pero esas otras creencias se respetan”.
Por varios años, después de que su padre la llevara a Lima con la esperanza de que tuviera un futuro mejor, extrañó sus montañas y su cielo despejado. La vida en Paoyhan tampoco era sencilla, pero desde niña aprendió a luchar.
Además de la violencia provocada por la insurgencia, el territorio en el que creció padecía la tala ilegal. A eso se sumaban la escasez de productos básicos y las prácticas machistas, así que las mujeres shibipo se las arreglaron para navegar sus angustias con sus cantos.
“Nuestros momentos difíciles los superamos con nuestra terapia: diseñando, pintando y cantando”, afirma Sadith. “Hay canciones melodiosas para sanar el alma y otras que son inspiradoras, que traen alegría”.
A las niñas shipibo rara vez se les alienta a estudiar o independizarse, dice Sadith. Pero sí se les incita a tener marido y, una vez casadas, a soportar cualquier engaño, abuso o incomodidad que traiga el matrimonio.
“A pesar de que sufrimos, nos dicen: aguanta, es el papá de tus hijos; aguanta, porque es tu marido”, añade. “Pero mentalmente estás enferma. ¿Y cómo te sanas? ”.
La respuesta es una lección que se transmite entre generaciones: si en tu casa te sientes herida, toma tu pincel, tu tela y tus pinturas y vete a un lugar apartado. Siéntate y conecta con tu kené. Pinta, y mientras lo hagas, canta.
“Ahí está nuestra sanación”, dice Silvano. “Nuestros cantos, nuestros kené, son liberación”.
En el taller en el que ahora trabaja para mantener a sus dos hijos, Delia Pizarro comparte un espacio y confecciona bisutería. Ella también canta, y en su canto, surgen pájaros de colores de unas cuentas diminutas.
“Antes no cantaba”, dice. “Era bien sumisa. No me gustaba hablar, pero su hermana de Sadith, Olin, me dijo ‘tú puedes’. Ahora yo estoy sola con mis hijos pero voy adónde quiera. Ahora ya sé cómo defenderme. Yo misma me siento valorada”.
Las figuras de los productos que venden son variadas. Además de las anacondas, diseñan jaguares, que representan a la mujer, y garzas, atesoradas por los ancianos.
En la tela, además, hay otros elementos de Paoyhan. El negro que usa Sadith se extrae de la corteza de un árbol. El algodón que utiliza como lienzo también tiene origen local y el barro que fija los colores proviene del río Uyacali.
“Me gusta cuando viene un turista y se lleva algo de mi comunidad”, afirma la artesana, pasando la mano sobre uno de sus textiles recién pintados para bendecirlo y que se venda rápido.
Dice que hace años, cuando ella y su padre llegaron a Lima, sus artesanías no eran tan conocidas, pero las cosas han cambiado.
En Cantagallo, donde ahora viven unas 500 familias shipibo, varios miembros de la comunidad viven de la venta de sus productos y su trabajo poco a poco ha ganado notoriedad dentro y fuera del Perú.
“Mi arte me ha empoderado y es mi fiel compañero”, cuenta Sadith. “Hoy agradezco a mi madre, a mi abuela y mis hermanas porque tengo todo ese conocimiento que me llevó abrir muchas puertas”.
Dice que ahí, en sus textiles, está la energía de los niños, de los ancestros y de su comunidad. “Está la inspiración de nuestros cantos”.
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