Poleana: el juego nacido en las cárceles mexicanas que sirve de terapia y clase de matemáticas

CIUDAD DE MÉXICO (AP) — Sentada en un banquito de plástico gris, Rosa María Espinosa echa nubecillas de humo de cigarro y escucha con atención las reglas del juego. Alrededor suyo, congregadas en un parque frondoso de la colonia Roma de Ciudad de México, unas 80 personas hacen lo mismo.

Lo que está a punto de empezar es un torneo de poleana: un juego de destreza mental que nació hace casi un siglo en las cárceles de la capital mexicana y que, quitándose el estigma de la marginalidad, ha ido difundiéndose en entornos cada vez más diversos de la capital mexicana.

Algunos han encontrado un oficio en la elaboración de su tablero y fichas y atienden encargos para bodas, cumpleaños y hasta Navidad. También ha llegado a los niños y universitarios y, como en el torneo de la colonia Roma, cada vez son más los que salen del confort de sus vecindarios para compartir con contrincantes desconocidos una misma afición.

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Para Espinosa, será la primera vez que compite con otros que no sean sus familiares o vecinos, con los que suele jugar los martes y domingos en una pequeña capilla en la colonia popular Moctezuma, junto al aeropuerto de Ciudad de México.

“Es mucha adrenalina”, aseguró la única mujer de ese torneo sobre el juego. “Pero hay veces que los dados no se dan: la suerte no está contigo”.

La poleana consiste en un caja de madera cuadrada, que tiene en el centro una parte hundida en donde se lanzan los dados. Con combinaciones numéricas específicas y cálculos matemáticos rápidos, los jugadores —por lo general cuatro, con cuatro fichas cada uno— deben salir de sus respectivas casas, completar una vuelta al tablero sorteando a los demás y sacar sus fichas a través de la esquina que les corresponde.

Tradicionalmente, el tablero representa el confinamiento de la cárcel. Y fugarse antes que los demás, ganarse la libertad —aunque sea metafóricamente— es la meta del juego.

“Antes decían: ‘estos vienen de la cárcel porque lo saben jugar’”, afirmó Espinosa, que trabaja de taxista y tiene 62 años. “Yo nunca he estado en la cárcel, gracias a Dios, y me gusta jugarlo”.

Alejandro Olmos, arqueólogo y antropólogo de la Escuela Nacional de Antropología e Historia especializado en juegos mesoamericanos, lleva varios años estudiando y jugando a la poleana.

Explicó que es descendiente del juego indio chaupar o pachisi, cuyas evidencias arqueológicas se remontan al 600 a.C. Posteriormente, el régimen colonial inglés se apropió del juego, que se extendió a varios países europeos con distintas variantes y nombres: ludo, no te enojes, parchís.

En Estados Unidos, el fabricante de juguetes Parker Brothers lanzó un juego similar inspirado en el clásico infantil “Pollyanna”, una novela de 1913 de la escritora Eleanor H. Porter.

No se sabe exactamente cómo, pero hacia 1940 el juego se extendió por los calabozos de Ciudad de México —al parecer empezando por Lecumberri, una legendaria prisión cuya geometría recordaba al tablero de la poleana—, donde se rebautizó como poleana y recibió nuevas reglas.

“Todas las culturas tienen un proceso llamado adopción-transformación”, indicó Olmos. En México, “el juego refleja la rudeza de la vida carcelaria: no te perdonan errores”.

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Jonathan Rulleri sabe que la poleana puede calentar los ánimos. Tiene 37 años y aprendió a jugar cuando estuvo preso en un penal del Estado de México, afuera de la capital.

Es el fundador de “Poleanas Cana’da Frogs”, un proyecto familiar que desde hace más de seis años se dedica a organizar torneos y que últimamente ha escogido un parque de la colonia Roma como lugar de reunión.

Considerando que en cada barrio, cárcel o hasta familia se juega de manera diferente, uno de sus primeros desafíos fue establecer reglas comunes.

“Esto se ha ido difundiendo desde abajo, desde la prisión para la calle, y de la calle para los barrios”, dijo Rulleri, quien se considera uno de los pioneros en llevar la poleana a espacios públicos.

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Ha organizado 55 torneos, con una frecuencia más o menos mensual, a los que han asistido hasta 100 jugadores a la vez. La consigna que Rulleri deja clara desde un inicio es que se trata de eventos familiares. Las apuestas —un elemento inherente a otros entornos de juego de la poleana— no tienen cabida en sus eventos.

“Nosotros quisimos quitarle el estigma del juego: de que era un juego de presidiarios o de vagos”, afirmó Rulleri.

Alrededor de la década de 1980, la poleana empezó a salir de los centros penitenciarios y encontró resonancia en lo áspera que puede ser la vida en muchos barrios de Ciudad de México.

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Tepito —cuna histórica del comercio informal y de deportes populares como el boxeo— es uno de los barrios donde es más común encontrar gente entreteniéndose con este juego. En el Frontón las Águilas, hombres de todas las edades golpean pelotas contra las paredes, mientras otros juegan a la poleana hasta mucho después del atardecer.

Colocan los tableros encima de unos botes y juegan de pie, siempre rodeados de otros espectadores. Una cierta solemnidad envuelve la partida, hasta que el repiqueteo de los dados es saludado por gritos de admiración o burla. Muchos de los más jóvenes, de poco más de 20 años, aprendieron desde chiquitos así, observando a los más veteranos.

Fernando Rojas, de 57 años y porte seguro, incursionó en la poleana a los 18 años en este lugar, pero fue en reclusión donde perfeccionó su destreza. Las partidas, que de por sí pueden demorar varias horas, detrás de las rejas transcurren una tras otra.

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“Te ayuda muchísimo a salirte de la realidad, que estás preso, y por eso ahí se inició”, explicó Rojas. “Es que nadie podría entender qué es estar preso… No le ves fin a tu sentencia. Hay personas que se tienen que drogar porque es su única forma de escaparse. La poleana es muy importante en la cárcel”.

Fuera de prisión, la poleana siguió siendo su terapia: una forma de ablandar el estrés y evitar las peleas en familia. En una bolsita de plástico, Rojas carga sus propios dados y fichas y religiosamente acude al frontón a diario para jugar con los amigos.

“Todos tenemos problemas, en la cárcel y en la calle”, comentó. “Entonces mucha gente se viene aquí a distraer”.

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Las jugadas y combinaciones numéricas tienen nombres. Por ejemplo, al seis se le dice “cajita de chescos”, por su similitud con un recipiente de refrescos embotellados visto desde arriba. Cuando salen números pares, siempre habrá alguien que lo festeje exclamando “¡pares y no te pares!”. Y es que cuando el mismo número se pinta en ambas caras de los dados tienes derecho a lanzar otra vez. Con suerte, tu ficha podría avanzar tres cuartos del tablero.

Pero, aunque la fortuna hace el juego, en su esencia hay un hábil dominio de las matemáticas.

Diego González y Dana López están encantados de que su hijo Kevin, de 7 años, aprenda a jugar: eso le hace desarrollar su capacidad de cálculo al tiempo que se divierte.

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Además, González, de 33 años, encontró en la fabricación de poleanas un oficio. Tras cumplir condena en prisión, fundó el negocio familiar “Poleanas Iztapalapa” hace casi una década.

Junto con su pareja y una amiga, construye tableros que adereza con barritas de luces estrobo y bocinas bluetooth. Hubo clientes que le pidieron decorar el cuenco de los dados con imágenes de sus seres queridos fallecidos. Otros quieren poleanas con personajes de caricaturas infantiles para regalárselas a sus hijos.

“Dos, tres horas contando y tirando, y todo eso se les hizo muy bonito”, afirmó. “Se dieron cuenta que no es un juego malo, sino que es un juego de estrategia y de convivencia familiar”.

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